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José María Luis Mora

Discurso sobre elecciones directas

 

 

La materia de elecciones es tan fecunda e importante, que aunque nos habíamos propuesto no tocarla ya por creerla agotada en aquellos puntos que creíamos susceptibles de reforma, dejando otros para mejor tiempo; la iniciativa del Estado de México a las Cámaras para que se sustituyan las directas a las indirectas reformando en esta parte la Constitución, nos ha hecho creer posible aun desde ahora la admisión de tan importante medida. Necesario es, pues, indicar algunas reflexiones que convenzan las ventajas de la adopción de esta iniciativa, y lo conducente que es a precaver los últimos vicios de las elecciones, que aunque menos notables y visibles que los que hasta ahora han sido censurados, no son, por eso, menos perjudiciales a la popularidad que trae consigo, y es indispensable en el sistema representativo especialmente si es federal como el nuestro. Como entre nosotros han sido hasta ahora desconocidas semejantes elecciones, parece necesario dar una idea de ellas antes de ponderar sus ventajas. Elecciones directas son aquéllas en las que los ciudadanos eligen por sí mismos sus diputados, sin delegar en otro el derecho de hacerlas y sin juntas intermedias; cuando en cada lugar o sección del territorio se reúnen los vecinos que tienen derecho de votar o nombrar por sí mismos su diputado o represen tantes, entonces las elecciones son directas; cuando la reunión de los vecinos es sólo para nombrar elector o electores que reunidos con los de los otros puntos procedan a nombrar diputados u otros electores, las elecciones son indirectas;

las últimas están establecidas por nuestra Constitución y por las de todos los Estados; las primeras son las que se piden en la iniciativa de la legislatura de México y son las que a nuestro juicio deben adoptarse si se quie ren destruir de un golpe y de raíz los vicios de este acto importante, único en que las naciones y los particulares ejercen por sí mismos la sobe ranía. Desde luego es necesario convenir en que para que semejantes elecciones tengan efecto y puedan hacerse de un modo ordenado sin tumultos ni confusión, el derecho de ciudadanía, o lo que es entre nosotros. Si por cada ochenta mil almas se ha de elegir un diputado como previene la Constitución general, aun cuando se rebaje una mitad de mujeres y tres cuartas partes de la mitad que resta de los que por ser muchachos, decrépitos, procesados sirvientes, domésticos, en una palabra inhábiles para votar, todavía quedaría una junta de diez mil personas, incapaces de uniformarse ni sufrir un reglamento bastante a producir una elección acertada; así pues, es todavía necesario que en estas diez mil personas, el derecho de elegir quede todavía restringido a doscientas o trescientas a lo más, para que se haga posible obtener una elección directa en orden y arreglo, totalmente incompatible con un número mayor. Pero, ¿no se podría aumentar el nú mero de diputados poniendo uno por cada diez o veinte mil almas? ¿No se ocurriría a todo por este medio? Podría sin duda hacerse así, pero con peores resultados; entonces la confusión y desorden momentáneo que se ha notado y se trata de precaver en las juntas electorales, se trasladaría de un modo permanente al cuerpo legislativo o a la cámara de representantes por lo menos, pues ésta resultaría compuesta de dos o tres mil diputados que en razón de su número, traería la confusión y el desorden, lo mismo que la falta de uniformidad consiguiente en reuniones tan numerosas.

Siempre, pues, es necesario si se quiere adoptar la elección directa, disminuir el número devotos, restringiendo el derecho de emitirlos a ciertas clases o condiciones a que pueden llegar todos y que por sus circunstancias estén interesadas en mantener el orden público e inspirar la confianza necesaria, pues sólo de este modo se conseguirá disminuir el número de votos y sostener la elección directa por un, motivo racional, justo y equitativo. Más ¿cuáles son las condiciones que deben exigirse para restringir con utilidad y beneficio del público el derecho de votar? En otro discurso hemos asignado, como única, pero verdaderamente eficaz, la propiedad; a él remitimos a nuestros lectores para no repetir toque entonces dijimos, contentándonos por ahora con advertir solamente que la elección directa está tan íntimamente conexa con la necesidad de hacer indispensablemente anexa la propiedad al derecho de ciudadanía, que no puede subsistir ni aun regularizarse aquella sin éste. Si no se exige, pues, la propiedad para el derecho de votar, es inútil pensar en elecciones directas, pues en personas que por su ningún interés en el orden público no inspiran confianza alguna, mejor y menos arriesgado es depurar la elección en dos o tres operaciones que aventuraría a una sola. Nosotros, pues, estamos por las elecciones directas, siempre que no puedan disfru tar de la voz activa sino los propietarios; en este caso sus ventajas sobre las otras son incuestionables y fuera de toda duda, así como sus inconvenientes son palpables en el contrario. Que los electores salgan muchas leguas fuera de su país abandonando sus intereses y familias, es ya una molestia imponderable que debe alejarse de todo ciudadano en clase de obligación; pero que esto sea para ponerse en contacto y de acuerdo con personas que no conocen y que tal vez jamás han tratado y esto para convenirse con ellas a fin de elegir diputados, es el mayor de los despropósitos. Nadie duda que una de las cosas más necesarias para una buena elección, es la independencia personal en los que la han de hacer. ¿Y podrá tenerla quien se halla fuera de su casa y como extranjero entre personas desconocidas? Nada menos; rodeado de todas las necesidades, sin saber a quién dirigirse e impaciente por concluir, recibe el impulso ajeno, se adhiere al primero que le habla o al que más lo importuna, y acaba por no ver en sus funciones sino una carga pesada, de la cual conviene deshacerse cuanto antes, sea cual fuere su resultado. Al contrario, un hombre que está en su casa y con personas de su conocimiento, sin nada que lo apresure o incomode, se posee de la importancia de las funciones de elector, se toma todo el tiempo necesario para decidir, obra por propio impulso y conocimiento y se estima en más, o a lo menos en lo que vale. Es tan justa esta observación, que los más de los que pretenden atraerse y hacerse suyos a los electores foráneos, empiezan por alojarlos y satisfacer todas sus necesidades, que precisamente son muchas fuera de su país; y cuando han conseguido esto dan por seguro su triunfo, confirmando tal resultado como seguro e indefectible la experiencia de todas las elecciones, en las que siempre han triunfado los que han obsequiado más a los electores. Este abuso no puede contarse sino haciendo que cada cual elija en el lugar de su residencia y esto no puede conseguirse si la elección no es directa. Cuando el número de las personas que deben elegirse es corto y cuando éstas han de ser conocidas en el lugar de donde son los electores, es más fácil y más seguro el acertar en la elección que cuando se han de nombrar muchas y éstas han de ser necesariamente des conocidas a la mayor parte de los que eligen. En una junta general compuesta toda de hombres que viven separados por grandísimas distancias y en la cual hay que nombrarlo todo, cada uno propone a los de su lugar, desconocidos a todos los demás, que se hallan por lo mismo en absoluta incapacidad de juzgar de su mérito. De aquí es que todos para sacar el suyo tienen que votar por el ajeno, sin conocimiento alguno, y una elección que debía ser independiente y efecto del propio conocimiento se convierte en un campo de transacciones, siempre contrarias al mérito y las más veces perjudiciales a la causa pública. Los diputados así electos, sin relación ninguna con los que los eligieron, sin conocimiento de las necesidades de las personas y pueblos que van a representar y sin empeño ninguno por remediarlas, son morosos y apáticos, promueven cosas inútiles y tal vez contrarias a la felicidad de los pueblos y carecen del grande y poderoso estímulo de la gratitud, que no esperan ni pueden esperar de personas a quienes no conoce, de quienes son desconocidos y con quienes no tienen vínculo alguno de unión. Lo mismo sucede a los pueblos, ven con indiferencia la suerte de sus diputados y la elección periódica, que tiene por una operación mecánica de pura ceremonia o necesidad convencional, sir ocurrírseles siquiera que ella es una potencia tal, que bien manejada podrá conducirlos a su feli cidad. No sucede así en la elección directa, cada sección de territorio nombra uno o a le menos dos diputados, para lo cual se escoje lo mejor con conocimiento de lo que hay y echándose mano de los más notables y propósito para el caso. Estos saben a quienes deben su elección y la responsabilidad que con ellos han contraído, aguardan la gratitud o temen el vilipendio de los de su lugar, son el órgano por donde se transmiten al cuerpo legislativo las opiniones y necesidades locales y de consiguiente el medio seguro e infalible de remediarlas; la vecindad de relaciones de amistad, la naturaleza, da las de parentesco y ambas cosas, las de arraigo y amor al país que se representa; por eso, siempre se ha exigido lo uno o lo otro para ser representante. Pero esta condición es por sí sola ineficaz, cuando está separada de la elección directa y suerte todos sus efectos cuando es unida con ella. Otro de los graves e irremediables inconvenientes de las justas generales de electos, es presentar un punto único a los ambiciosos que intrigan para su propio engrandecimiento y en perjuicio del público. Cuando la elección está repartida en tantas secciones cuantos deben ser los diputados, es muy difícil hacerse presente y obrar con la misma eficacia y actividad en todos los puntos del territorio. De aquí es que entonces no se siente el influía preponderante de nadie, ni la sociedad es abru mada con esa masa formidable de poder, que la opinión o el capricho suele acumular soba determinadas personas o familias. Este azote dE la sociedad queda del todo destruido, o al meno: muy atenuado, cuando la diversidad y distancie de los lugares, lo mismo que la de los genios inclinaciones y caracteres opuestos de sus habitantes, oponen un obstáculo invencible a k acción siempre funesta de una fortuna o un influjo desmedido. Los pueblos se quejan, y las más veces con justicia, de que se surte ha sido casi frecuentemente confiada a sus enemigos, o a personas indiferentes al menos a sus necesidades e intereses. Se les ha dicho mil veces que en si: mano está la elección, pero se les ha engañado, pues con esas juntas generales de elección sujetas a todo género de cábalas o de intrigas, se ha reducido a cero el poco influjo que sobre ellas podían tener poniendo estos cuerpos en manos del más atrevido o más poderosos, que ha que rido convertirlos en escalones de su propia elevación y engrandecimiento. Mientras las cosas, pues, sigan así, no es cierto, sino en un sentido muy remoto, que las elecciones estén en manos de los pueblos; y como para la felicidad pública es preciso que así se haga, lo es igualmente la variación del actual sistema de elecciones y la adopción de las directivas. No es de las menores presunciones que tiene a su favor este modo de elegir el que haya sido adoptado en todos Ios pueblos ver daderamente libres, especialmente entre aqué llos que pueden considerarse con justicia come padres y creadores del sistema representativo; tales son la Inglaterra y los Estados Unidos del Norte; en estas naciones no se elige de otro modo y les parece tan absurda esa depuración en que se alambican hasta, el último las elecciones, que a ella atribuyen todos los males de las naciones que por desgracia la han adoptado y persisten en ella como una base fundamental del sistema. Nosotros no nos atreveremos a segurar que este modo de formarla la represen tación nacional vicie de tal modo el sistema representativo que haga nulos sus efectos; cual quiera representación, por viciosa que se su ponga, es una garantía más o menos eficaz de la libertad pública; esto es cierto, racional y com probado por la experiencia; pocos podrán dudar de ello; mas así como conocemos y confesamos francamente esta verdad, no podemos dudar que la elección indirecta frustra en mucha parte los saludables efectos a que por su esencia propende el sistema representativo. Esto prue ban nuestras reflexiones de un modo demostra tivo, sin que sea posible poner duda en la evidencia de los hechos a que nos hemos referi do, ni en la precisión y exactitud de las reflexio nes y consecuencias deducidas de ellas. ¿Qué obstáculo, pues, podrá haber para adoptar esta benéfica institución? Realmente ninguno, pero en la apariencia muchos. La simple novedad lo es por si misma para ciertas gentes, que quisieran hacer al mundo estacionario en la carrera de la civilización y de las ciencias y ella se dará muchas veces por bastante motivo para desecharla.

Estas gentes no reflexionan que todo lo antiguo ha sido alguna vez nuevo sin exclusión del mismo mun do, y que todo ha sido atacado a su vez y en su tiempo por el simple y absurdo principio de la novedad; así se ha hecho, no es razón bastante para obrar entre hombres de juicio y dicernimiento; convenimos en que las cosas no deben variarse cuando para ello no hay motivo, mas no cuando como en el caso sobran razones para hacerlo. Pero los males que se van a seguir de la adopción de semejante medida son muy graves; van a llenarse los cuerpos legislativos de hombres ignorantes; se va a emprender una guerra entre las capitales y los pueblos y se va a fomentar hasta un grado intolerable el espíritu de localidad. Por partes entraremos al examen de todas estas objeciones que vistas en grande aparecen formidables, pero que examinadas de cerca van disminuyendo como la sombra hasta desparecer totalmente. Si por ignorantes se entiende hombres que no han seguido lo que vulgarmente se llama la carrera de las letras, van a ser muchos en los cuerpos legislativos; pero esto lejos de ser un mal, va a ser un gran bien para la nación, pues a los congresos no se debe ir a ostentar una ridícula bachilerría, una pedante y fastidiosa erudición, sino a exponer las necesidades públicas y a inquirir los medios de remediarlas; para ello es verdad que se requieren conocimientos, mas no precisamente los que se adquieren en los colegios, sino los que da el buen juicio, una buena lectura y sobre todo la experiencia, que no se adquiere en los libros, sino en la escuela del mundo. Además, ¿qué necesidad no hay de que todos los diputados sean sabios y literarios? Debe sin duda haber algunos, para ilustrar las materias hasta poner las en estado de votación; pero la mayoría es, ha sido y será siempre en todas partes compuesta de hombres silenciosos, muy aptos para2 votar aunque no tengan el mérito de inventores, ni el talento de improvisar un discurso con todas las reglas de la oratoria sobre cualquier materia que se presente a examen y discusión. ¿Y qué motivo hay para creer ni asegurar que estos hombres extraordinarios no podrán salir del centro de las poblaciones más obscuras? ¿No vemos continuamente poblarse la cámara de los comunes de Inglaterra y la de diputados de Francia de estos hombres extraordinarios, que salidos de los rin cones más obscuros, ocupan casi continuamen te la tribuna nacional, haciéndose escuchar con respeto por la fuerza del raciocinio y con gusto y placer por las gracias de su ingenio y la ameni dad de su estilo?

Podríamos citar innumerables ejemplos en comprobación de esta verdad, pero los omitimos por demasiados conocidos del público. Es del todo gratuita la suposición que se hace de una lucha encarnizada entre las poblaciones principales y las que no lo son tanto, en el caso de las elecciones directas. Si por esta lucha se entiende el deseo de hacer que progrese el lugar que se representa, ésta es una propensión laudable, lejos de ser un mal; y aun cuando se suponga que semejante deseo tiene por objeto la depresión de lo que es más, tal tendencia no se debe estimar riesgosa, pues será siempre y constantemente neutralizada a causa de la contraria, que por el mismo principio se supone en los otros. Así pues, esas pugnas son puramente fantásticas, y capaces únicamente de aterrar a los visitantes y a los cerebros delica dos; ya es tiempo de que los hombres se ocupen de realidades y cesen de amedrentarse con fan tasmas; pues si a todo se le tiene miedo y se buscan medidas que carezcan absolutamente de inconvenientes, no será posible hallarlas, ni se adelantará jamás un paso en las reformas socia les tan urgentes en el estado actual de nuestra República. En cuanto al espíritu de localidad que se supone o pretende persuadirse van a crear las elecciones directas, es necesario reflexionar que esta propensión hasta cierto punto es útil y benéfica, aunque de allí en adelante ya sea imprudente y perjudicial. En toda nación hay necesidades que son generales a toda ella, y otra que son particulares y anexas a ciertos lugares o provincias; a todas debe acudir con la debida prontitud el legislador,3 y para esto es indispen sable que las conozca. Enhorabuena que no se sacrifique el bien público y general al de una población particular; este sería un desorden que debe evitarse a toda costa, por estar en manifies ta y diametral oposición con el fin de la sociedad; pero es necesario también no encastillarse en las generalidades del bien público ni abando nar por esto los intereses locales. Así como la felicidad pública no es ni puede ser otra cosa que la suma de la de los particulares, de la misma manera, el interés general de una nación nc puede por lo común estar en oposición con los de las diversas secciones que la componen. En algún caso no frecuente podrá suceder que cier tas concesiones a determinada sección del terri torio, sean perjudiciales al resto, y al mismo tiempo se soliciten con calor pero entonces está muy en la naturaleza de las cosas la oposición a semejantes pretensiones por todos los que no son localmente interesados, que son los más, quedando de esta manera neutralizado un es fuerzo cuya tendencia es a perjudicar, aunque su principio sea el de ser útil. Mas con qué podrá suplirse la falta de conocimiento de las necesidades locales, que en los diputados supone por lo general la elección indirecta? Con nada cier tamente. Si este mal es común y frecuente aun en los países que son muy adelantados en la carrera de la civilización, que tienen una pobla ción continua, que todo lo dan al público por la prensa y se hallan sin interrupción con francas y expeditas comunicaciones, ¿cuánto no es más de temer en la República Mexicana, cuya civilización es incipiente, cuyas poblaciones están a inmensas distancias unas de otras, cortadas e interrumpidas por grandes desiertos y otros obs táculos naturales intermedios, y cuyas comunicaciones por si mismas mezquinas y mal arregladas lejos de ser frecuentes, son por lo general escasas, interrumpidas y poco seguras? No se crea que exageramos, pues aun en el Estado de México, que es seguramente de lo mejor que hay en la República, los prefectos, para cuidar las órdenes del gobierno, se ven precisados a aguardar el día de mercado y valerse de los que a él concurren para que a su regreso las conduz can; mas como a semejantes conductores no sería posible ni justo hacerlos responsables, no deja de suceder que comunicaciones importan tes padezcan notables extravíos en perjuicio de la causa pública. Y ¡se pretenderá todavía que sea fácil conocer las necesidades e intereses locales a los que no los ha visto por si mismos, ni tienen interés en remediarlos?

Y ¡será fácil que los diputados electos indirectamente tengan estos conocimientos? No lo creemos impo sible pero sí poco probable, y las leyes se han de establecer no por lo que sucede una u otra vez, sino por lo que es frecuente, no para los casos raros de que hay pocos ejemplos, sino para los que se ofrecen todos los días, son comunes y conocidos, pues éste es el orden natural, y proceder de otro modo sería invertirlo y trastornarlo todo. Todavía nos queda otra objeción que contestar, a primera vista muy plausible, pero poco fundada si se examina de cerca y con atenta reflexión. Los diputados, se dice, son de toda la nación y no de sección alguna particular; representan el todo y no a ninguna de sus fracciones, y se entendería ser lo contrario, si fuesen de algún valor las razones que se alegan en apoyo de las elecciones directas, pues ellas tienden a segregar los intereses particulares de los de la comunidad. Bastarían para contestar esta pretendida dificultad volver los ojos a Inglaterra, donde el principio con que pretenden argüirnos es muy compasible con las elecciones directas. En efecto, en este país clásico de la libertad, se sostiene como base fundamental del sistema que cada uno de los miembros de la cámara representa a toda la nación, a pesar de haber sido electo directamente en su condado, y de promover a su vez con empeño y con calor los intereses de éste. Tales extremos no se han juzgado incompatibles, sino por el contrario muy conformes y unísonos entre sí, y admira por cierto que personas que piensan, tengan por cosas opuestas las que la experiencia diaria acredita en países muy conocidos en el mundo, poderse hermanar, y de facto haberse perfecta mente hermanado. Sin duda, los que hacen esta objeción se han figurado allá en abstracto una nación que nada tiene de común con las partes o fracciones de que se compone, y cuyos intere ses están en perpetua y constante lucha con los de éstas; pero semejante concepto, como se percibe a primera vista y a muy poca reflexión, es un error de primer orden que conviene com batir y desarraigar del público mexicano. Este espíritu de abstraer y de genera lizar las ideas para hacer después aplicaciones particulares, que hasta cierto punto es muy útil, cuando llega a ser excesivo hace a los hombres charlatanes y los separa del mundo real para ocuparse del ideal. Cosa por cierto es ésta muy funesta cuando se trata de obrar y de dar leyes a un pueblo que no existe en la imaginación de los políticos, y tal como ellos se lo han concebi do, sino en la superficie de la tierra y con elementos que nada tienen de común con las abstracciones de los que pretenden gobernarlo y darles lecciones.

Sin salir de la materia que nos ocupa tenemos bastante ejemplos de esta verdad; aun en el estado en que se hallan las elecciones, los diversos electores de los partidos, cuando se presentan a nombrar diputados, todas sus pretensiones se dirigen a que la elección recaiga en algunos originarios o avecindados en sus respectivas secciones;¿ y esto, ¿qué prueba, sino la necesidad de las elecciones directas? Sin embargo, ciertas gentes se han empeñado, aunque infructuosamente, en contrariar esta tendencia naturalísima, dándole los nombres consideración. Mas si quisiesen reflexionar y salir de sus mal estudiados y aprendidos principios, conocerían que esta propensión es inextinguible, y que de ella puede y debe sacarse mucho partido en favor de la felicidad y orden público, si se sabe manejar bien y condu cir con destreza, pues una resistencia de frente y obstinada, lejos de contenerla, no haría más que irritar los ánimos, y hacer que tomase un carácter funesto y una dirección extraviada. El único medio pues de sacar p artido de ella es secundarla, adoptando y reglamentando la elección directa, y sustituyéndola a la que hay ahora. Refórmese pues en este punto la Constitución General y la de los estados.

 El Observador, México 4 de Agosto de 1830