Después de una revolución que ha durado por el largo periodo de tres años y en que se han violado por todos, todas las leyes y todos los principios de la decencia, especialmente en materia de elecciones, ha llegado ya el tiempo en que es necesario manifestar con hechos y no con palabras que el cambio efectuado ha tenido por objeto, no el triunfo de un partido sobre el otro, sino el restablecimiento de la Constitución y las leyes. Se acerca ya la época en que la noción debe nombrar personas que la representen verdaderamente y no por usurpación, como se ha hecho hasta aquí; que expresen su voluntad y defiendan sus intereses; y ya empiezan a agitarse la ambición, el espíritu de partido y los temores de los vencedores y vencidos. Esta sorda y general fermentación que se observa en los países libres, cuando se aproxima el tiempo en que los ciudadanos ejercen su más precioso derecho y el único cuyo ejercicio se reservaron al delegar la autoridad soberana y al confiar a otros el cuidado de la administración en todos sus ramos; esta inquietud, decimos, en que están todos los ánimos, en aquellos países en que hay espíritu público, lejos de ser temible y de que sea conveniente calmarla ni adormecerla, es, al contrario, un síntoma favorable a la libertad y una prueba de que los particulares miran con sumo interés la causa pública.
La nación que, al acercarse la época de las elecciones, viese llegar tan crítico mo mento sin dar muestras de solicitud ni cuidado, y en que no hubiese candidatos que ambicionasen el alto honor de ser los órganos de la voluntad general, ya podía decirse que estaba en vísperas de recaer en el régimen arbitrario. Así vemos en la historia romana cuán grande era el movimiento de esta ciudad libre en los días de los comicios, para la elección de los supremos magistrados y hoy mismo vemos también la agitación suma que conmueve a toda la Inglaterra cuando está para renovar su Parlamento. Otro tanto sucede en Francia, aunque de diverso modo, cuando van a reunirse los colegios electorales, como lo hemos visto actualmente, que toda la nación se ha puesto en movimiento para que la Cámara de Diputados sea reemplazada de modo que pueda resistir a los ataques, que contra la Carta repite el ministerio y los ultra monarquistas a cuyo frente se halla el príncipe de Polignac. Es sabido también hasta dónde llega el interés y agitación que, para el acierto de sus elecciones, toman nuestros vecinos del Norte y el inmenso juego y rejuego de los partidos y candidatos cuando se trata de renovar las Cámaras o el presidente de la República. No extrañemos pues que la atención pública empiece ya a convertirse hacia las elecciones para los congresos generales y de los estados, y lejos de vituperar este sentimiento de solicitud cívica, congratulémonos con todos los buenos ciudadanos de que la nación, después de haber abandonado en esta operación importante el furor y la anarquía, entre el calor para obrar en ella por los términos legales y no se manifieste indiferente a sus más caros intereses.
Cuando ya se habla del influjo que los partidos pretenden tener en las próximas elecciones; como es sabido los medios violentos, bárbaros y por consiguiente reprobados de que se han valido en estos últimos tres años para obtener un triunfo que no podían adquirir de otra manera en las juntas electorales, se teme ahora lo mismo; y hay una prevención más fuerte contra todos los medios legales, el influjo de su partido y salir avante en la elección a despecho de sus contrincantes. Nosotros, pres cindiendo como lo hacemos siempre de cuestiones particulares, que jamás dejan de ser odio sas, examinaremos las generales que ofrece la materia de elecciones, contraída al punto presente por el orden que sigue. la. ¿Tiene derecho el gobierno, ya sea el general o el de algún estado, para influir de algún modo en las elecciones que deben ser populares? 2a ¿Tienen los particulares derecho para presentarse como candidatos o pretendientes y trabajar para que recaiga en ellos el nombramiento? 3a ¿Qué deben hacer los electores después de recibir las inspiraciones de los partidos y de escuchar a los pretendientes? Estas cuestiones propias de las circunstancias actuales, ofrecen un interés conocido por la época, por las circunstancias mismas y por la reciente destrucción del régimen anterior, debida en parte a los abusos en materia de elecciones.
Desde luego es necesario convenir en que al gobierno no se le puede hacer un cargo por el influjo que pretenda tener en materia de elecciones, si éste es moderado y está reducido a lo que debe ser. Los manejos ocultos, las órdenes a los electores, las promesas y amenazas a los mismos y a los que pueden influir en ellos, son caminos reprobados que inducen nulidad en la elección y responsabilidad en los agentes del poder por un abuso de tanto tamaño en el ejercicio de su autoridad; también poco deben tolerarse sordas maniobras para excluir de los cuerpos representativos a determinadas personas ni para llenarlos de sus clientes, y de hombres que por estar ya empleados o por aspirar a serlo, se presentarían dóciles a complacer y servir a los dispensadores de las gracias. Si el gobierno se abstiene de esto, como es de presumirse del actual, lo demás no se le puede impedir lícita ni racionalmente.
Así pues, puede y aun algunas veces debe emplear su influjo en ilustrar a los electores y prevenirlos contra la seducción y ocultos manejos de los partidos, y recomendarles la más absoluta imparcialidad en sus votaciones, prometiéndoles todo su poyo y el de la fuerza pública contra los que como hasta aquí intentaren violentarlos, e impedirles que emitan libremente su sufragio; mas este influjo no debe ni puede ejercerse ocultamente, como a escondidas y a manera de quien intriga y maquina, sino abierta, pública y francamente por actos que estén al alcance de todo el mundo y en que no se vea otra mira que la de impedir que se yerre o haya violencias en tan importantes elecciones, que en expresión del ministro de Relaciones, según su memoria que últimamente ha presentado a las Cámaras, deben ser inmaculadas.
Por consiguiente, el gobierno nunca debe hacerse órgano de una facción ni de ninguno de los partidos en que la opinión esté o pueda estar dividida; debe si recomendar que se elijan los ciudadanos más virtuosos y sabio; pero al mismo tiempo abstenerse aun de indicar se excluyan clases enteras, a pretexto de que son, fueron o se presumen adictas a tales o cuales principios y opiniones; porque toda exclusión, lo mismo que toda proscripción general a cuya clase pertenece, es esencialmente injusta. No hay clase ninguna y más si es un poco numerosa, en la cual no se hallen individuos que la honren, o sean una excepción honorífica de la regla general por la cual se pretende medirlos y juzgarlos.
Pero qué haremos con los exaltados que tantos males pueden causar si se apoderan de los cuerpos legislativos? ¡No propondremos por regla general el que sean excluidos? Este mal no se cura con exclusiones que nunca podrán tener el efecto que se desea por lo vago e indefinido de esta voz. Entre los que son real mente de esta clase, sobran hombres de buena fe que, si exageran los principios es, o porque son noveles en la carrera política o porque están creídos que en esto consiste el patriotismo; éstos, de consiguiente, cuando su impetuosidad juvenil fuere templada por la prudencia de compañeros más formales y tranquilos, serán excelentes diputados. Si se trata de exaltados, ¿cómo podrá excluirse a nadie de las elecciones bajo este ridículo pretexto? ¿Cuál es la definición de exaltado? ¿Qué quiere decir esta voz? ¿Qué ha de haber hecho o dicho una persona para que merezca esta calificación? ¿Cómo se probará que le conviene? Pero ¡A qué insistir más en una cosa tan notoria ?Ocupémonos de la segunda cuestión.
Como somos todavía novicios en el sistema representativo, se nos hace muy extra ño que algún o algunos ciudadanos se presenten en clase de candidatos para las elecciones y soliciten en su favor el sufragio de los electores. De aquí es, que apenas se dice de alguno o algunos que aspiran a este puesto, cuando se ven regalados por los impresos públicos con los epítetos sonoros de atrevidos, petulantes, pre sumidos, insolentes y ambiciosos. Nosotros no podemos desconocer los inconvenientes gravísimos de una solicitud privada, en la cual se exageran los propios merecimientos, se suponen los que no hay, se echa la mano de la calumnia y detracción para deshacerse de los competidores que hacen sombra; en una pala bra, tiene todos los caracteres e inconvenientes de una verdadera intriga; así pues, no podemos aprobar semejante modo de pretender, a pesar de que lo vemos establecido sin que a nadie choque, en todo aquello que no son elecciones populares. Pero si no estamos por solicitudes y pretensiones privadas, estamos y estaremos siempre por las públicas, cuyas ventajas, si se reflexiona, no podrán desconocerse.
Los que maltratan a los que públicamente aspiran a un puesto en los congresos, parece que ignorar ser un acto de civismo en un gobierno libre ofrecerse a servir a la patria en cualquier ramo que sea, cuando el que lo hace está seguro de poder ser útil en el puesto que solicita. En las antiguas repúblicas los ciudada nos de méritos recordando al pueblo sus servi cios, cuando se iba a hacer la elección de magis trados, no se avergonzaban de pedir para sí aquel cargo que mejor podrían desempeñar. En Roma se hacía esto con tal publicidad y aparato, que los pretendientes al consulado no sólo rogaban uno por uno a todos los ciudadanos que los favoreciesen con su voto, sino que hasta en el vestido anunciaban su pretensión; pues es bien sabido que por cuando acostumbraban llevar en estas circunstancias una toga blanca, se les dio el nombre de candidatos, que nosotros damos a toda clase de pretendientes, aunque estén vestidos de negro. En Inglaterra el día de hoy, los que aspiran a ser vocales del parlamento, no sólo no recatan sus deseos, sino que emplean ostensiblemente todos los medios que están a su alcance para ganar los votos de los electores; y este hecho en una de las naciones más morigeradas, libres y pundonorosas, demuestra que no debe ser mal vista la pública candidatura.
En efecto, si en todas las naciones cultas es permitido pretender públicamente los empleos de nombramiento del gobierno, y si este mismo por avisos públicos de noticia de que han vacado, convoca a los pretendientes y aun los incita a que presenten los memoriales, ¿por qué ha de llevarse a mal que haya también pretendientes públicos para la honorífica e importante misión de representantes? Al contrario, éste sería un medio casi infalible de acertar en las elecciones. Si los candidatos presentasen en las secretarías de los gobernadores de los estados una exposición documentada de sus méritos y servicios; si en estas oficinas se formase una lista de los aspirantes, acompañando a cada nombre un breve extracto de su relación de méritos, y si estas listas se imprimiesen y circulasen por todo el estado poco antes de verificarse las elecciones, tendrían los que intervie nen en ellas una como base de sus deliberacio nes, y todos podrían darles noticias útiles acerca del mérito de los pretendientes. Los electores no por esto estarían sujetos a escoger precisa mente en la lista circulada, y podrían ir a buscar en su obscuro retiro al hombre de mérito que por su timidez y moderación no se hubiese atrevido a mostrarse pretendiente; pero al menos, no serían sorprendidos por las intrigas secretas de los que hubiesen aspirado privada mente al alto honor de ocupar un asiento en el cuerpo legislativo.
El nombre, el mérito y las acusaciones, todo naturalmente estará impreso en una pretensión pública y los electores podrán entonces juzgar con conocimiento de causa, cosa que nunca o rara vez se consigue cuando la pretensión es secreta. Cuando se intriga ocultamente ¡cuántos servicios se alegan que nadie se atrevería sujetar a una discusión pública! Los valedores de los candidatos que alaban y recomiendan privadamente el talento, la probidad, la instrucción y demás prendas de sus clientes ¡cómo tendrían que enmudecer si hiciesen su panegírico delante de quien pudiese desmentir los!
Además, cuando no hay pretendientes conocidos, es casi seguro que los que intrigan secretamente no son los hombres más benemé ritos, y que los electores, no conociendo sino a los que recomiendan los que manejan las elec ciones, sin advertirlo son dirigidos en éstas por el espíritu de partido y dispensan su favor, no a los mejores, sino a los más intrigantes. Para pretender a cara descubierta y sujetarse a la censura pública, es necesario un mérito superior; para intrigar en secreto, basta un poco de atrevimiento y algún conocimiento de las artes de la cábala.
Y cuando reprobamos esas arterias en los intrigantes obscuros, ¡nos rehusaríamos a admitir lo único que puede evitarlas, a saber: la noble franqueza de los públicos pretendientes, que prometen sostener la causa nacional y los intereses públicos alegando sus servicios y pre sentándose al público con toda la franqueza que da la honradez? Claro es que por este medio el hombre que no pudiese sostener ventajosamen te la pública discusión de su conducta, tampoco podría recurrir a bajezas, adulaciones, cohechos ni otros medios reprensibles para obtener los sufragios de los electores, porque éstos extraña rían y con razón, que no se presentase pública mente a pretender, ni aprobarían que buscase otra recomendación que la del testimonio público, o que para salir airoso echase mano de recursos reprobados por el honor y la virtud. Le podrá decir que el ofrecimiento propio para la más delicada comisión es un acto de presunción que equivale a elogiarse a sí mismo y proconizar su mérito y que esto es lo mismo que manifestar demasiado atrevimiento y una arrogancia fastidiosa; mas nosotros creemos que en un país de aduladores viles y bajos de quien tienen que esperar algo; cambian diez veces en la semana de opiniones y principios, adoptando los extre mos más opuestos y sosteniendo hoy con mucho calor lo que ayer impugnaban con el mismo. Estas gentes son la polilla más dañina de toda la República, pues, como este insecto, minan y destruyen un edificio en lo interior dejándole sus formas exteriores, que son súbita y repenti namente destruidas al impulso más ligero.
Hemos procurado ilustrar las cuestiones que ofrecen más importancia en aquellos puntos cuya resolución queda a discreción de los electores; la rigurosa observancia de aquello en que las leyes limitan su acción, arreglándola o modificándola, la hemos recomendado repetidas veces, y con esto cerraremos por ahora la materia de elecciones, bien seguros de que si se observan las leyes estrictamente y se procede con arreglo a los documentos contenidos en el presente discurso, las elecciones están buenas y la República progresará.
El Observador, México, 9 de junio de 1830
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